ARTÍCULO: DEPÓSITO DE ANTONINIANOS DE ACEVEDO


Depósito de antoninianos del siglo III d. C. procedente del Cortijo de Acevedo (Mijas, Málaga).*

*Juan Antonio Martín Ruiz, Juan Ramón García Carretero, Marcelino Carcedo Rozada, publicado en II Jornadas de Historia y Etnografía Villa de Mijas, 2007, pp.99-112.

1. INTRODUCCIÓN.
Aunque en la actualidad conocemos en nuestra península un número bastante elevado de ocultamientos monetarios que podemos situar a lo largo del siglo III d. C., pues rondan el centenar de hallazgos, la mayor parte de ellos han sido descubiertos en unas condiciones que impiden tener una información precisa tanto acerca de su contenido exacto como de los contextos arqueológicos en los que aparecieron. Este es el hecho que caracteriza las piezas que conforman este hallazgo, pues aun cuando existe la certeza de que proceden de la villa romana del Cortijo de Acevedo, fueron descubiertas en 1991 durante la realización de unas obras en dicho lugar al margen de las excavaciones llevadas a cabo en el yacimiento. Estos materiales pasaron a formar parte de varias colecciones privadas de manera que su contenido, unas mil quinientas monedas, se dispersó, lo que hizo necesario una intensa búsqueda que nos ha permitido documentar sólo una parte del ocultamiento.

2. EL YACIMIENTO DEL CORTIJO DE ACEVEDO.
El yacimiento se localiza en una pequeña elevación cerca de la desembocadura del río Fuengirola (Figura 1), en una zona que en la actualidad está ocupada por las instalaciones del cementerio municipal de Fuengirola. Se trata de una villa romana de la que tenemos una información muy limitada, por cuanto en este lugar se han emprendido varias excavaciones arqueológicas de urgencia a lo largo de 1990 y 1991 que aún no han sido publicadas.
Estas intervenciones evidenciaron la existencia de dos fases distintas de ocupación (Rodríguez, Loza, 1990; Rodríguez et alii, 1991; Corrales, 2001: 350-351). La primera corresponde a la pars urbana, en concreto al sector de unas termas que deben fecharse en el siglo II d. C. y de las que se conservaban numerosos restos de muros, una pequeña parte de un mosaico, pavimentos de opus signinum y un suelo de opus spicatum, además de un canal y varios pilares de suspensión. Una segunda fase estaría representada por varias habitaciones situadas al sur de estas instalaciones termales, de las que resulta difícil determinar si pertenecen a la llamada pars rustica, área de residencia del personal que trabajaba en la villa, establos y almacenaje de aperos, etc., o bien a la pars frumentaria, zona destinada a las actividades productivas propias del lugar. Algunas de ellas tienen dimensiones muy pequeñas, poco más de un metro de longitud en sus lados, lo que ha facilitado que se les atribuya el papel de almacenes. Otras dependencias próximas, algo mayores que las anteriores facilitaron elementos de vidrio, agujas de hueso y fragmentos de mármol blanco.
El carácter funerario del epígrafe altoimperial de Aemilia Aemiliana Suelitana, procedente de este yacimiento, nos habla de la existencia de una necrópolis en sus inmediaciones, algo que ha podido ser confirmado en el frontal de un talud donde llegaron a apreciarse hasta siete sepulturas (Corrales, 2001: 351), muy posiblemente de inhumación, que conformarían una pequeña zona de enterramientos ocupada por los habitantes de la villa. 
En consecuencia, la villa de Acevedo, que pudo estar ubicada sobre un enclave anterior de origen semita, muestra una amplia ocupación temporal muy mal definida en algunas de sus fases. Del mismo modo, nos consta su perduración a lo largo de la Edad Media, posiblemente como alquería rural, siendo el período romano el mejor documentado, el cual nos informa de una ocupación que abarca desde el siglo I al IV/V d. C., aun cuando resulte que la centuria a la que pertenecen las monedas objeto de este estudio, como es el siglo III, sólo se encuentra representado por unos cuantos materiales descontextualizados, lo que nos impide conocer qué sucedió durante esos años en este yacimiento.

3. ESTUDIO DEL DEPÓSITO MONETARIO.
Es muy poco lo que sabemos sobre el contexto en el que aparecieron estas monedas. Las escuetas noticias orales que nos han llegado aluden a que éstas se encontraron al abrir una zanja en un espacio próximo a los enterramientos, tal vez incluso en la misma zona de necrópolis. Como suele ser habitual en este tipo de descubrimientos, no ha sido posible estudiar la totalidad de monedas que integraban el hallazgo, que según parece rondaría los mil quinientos ejemplares, sino que sólo hemos accedido a setecientas noventa, aproximadamente la mitad.
            Aún así, las aquí publicadas ofrecen bastante homogeneidad por cuanto pertenecen a cinco emperadores y una miembro de la familia imperial adscribibles a un momento histórico muy determinado, como es el turbulento tercer cuarto del siglo III. En las efigies acuñadas vemos los rostros de Galieno, quien reinó desde el año 253 al 268 en que murió asesinado junto a su esposa Salonina, que también está presente, así como Claudio II el Gótico, el cual gobernó desde esa fecha hasta dos años más tarde, sin olvidar al fugaz Quintilo (septiembre a diciembre del 270 d. C.), o a Tétrico I y Tétrico II, quienes usurparon la púrpura en la Galia entre el 270 y el 273/274, y cuyas imitaciones se datan con posterioridad a esa última fecha (Figuras 2, 3 y 4).
                Todo ello hace que su agrupación en función del emperador que ordenó su emisión o en honor de quien fueron acuñadas quede de la siguiente forma (WEBB, 1972; 2001):

EMPERADOR/FAMILIA IMPERIAL

NÚMERO MONEDAS
PORCENTAJE

Galieno

15
1,9 %

Salonina

2
0,2 %

Claudio II el Gótico

40
5,1 %

Póstumas Claudio II (Divo Claudio)

715
90,6 %

Quintilo

1
0,1 %

Imitaciones de Tétrico I/Tétrico II

17
2,1 %

TOTAL

790
100 %


Cabe señalar la presencia absoluta de antoninianos, algo bastante habitual tras el reinado de Galieno como podemos percibir en numerosos hallazgos repartidos por prácticamente toda la Península Ibérica (Vidal, 1983: 374; Mora, 1982-83: 253-254; 2001a: 441; Lechuga, 2002: 201-202). Como es bien sabido esta moneda fue creada en el año 215 por Marco Aurelio Antonino, Caracalla, de ahí su denominación, y doblaba en valor facial al denario de plata, llegando a sustituirlo a mediados del siglo III de nuestra Era. Aunque en un principio fue recibido con bastante desconfianza, particularmente en Hispania (Blanco, 1986: 20-21), lo cierto es que desde el 230/240 el antoniniano se impuso en todas las pequeñas y medianas transacciones comerciales que se llevaron a cabo a lo largo y ancho del Imperio (Hinojosa, 1995: 93). Tal fue su trascendencia que, cuando emperadores como Aureliano en 275 d. C. y Diocleciano veinte años más tarde, pretendan reformar este frágil sistema financiero introduciendo  monedas de mejor ley, éstas circularán poco y serán rápidamente tesaurizadas dada su calidad, hecho ocasionado en gran medida por la gran continuidad que tuvieron los devaluados antoninianos de Galieno y Claudio II, así como los consagrados a este último tras su muerte, conocidos de manera genérica como Divo Claudio, y sus numerosas imitaciones (Ripollés, 2002: 210).
En cuanto a su composición podemos decir que todas las monedas son de cobre o bronce, circunstancia muy común dada la enorme pérdida de calidad que sufrieron las amonedaciones en plata (Avella, 1980: 26). Se trata de la gran inflación que afectó al Imperio entre los años 260 y 275 y que favoreció un descomunal incremento de la masa monetaria (Centeno, 1981-82: 122), masa en la que desde entonces dominará de forma absoluta el bronce frente a otros metales en lo que se ha dado en llamar el fin del “plurimetalismo monetario” (Blanco, 1986: 20; Hiernard, 1987: 72 y 95). Tan es así que el antoniniano pasó de tener un 50% de plata a tan sólo un 1% en tiempos de Galieno y Claudio II, como vemos en la moneda de Quintilo que conserva aún en su superficie restos de un fino baño de plata.
Una cuestión a reseñar es la existencia de amonedaciones póstumas, la mayor parte imitaciones, que en nuestro caso alcanzan una gran relevancia, sobre todo las de Claudio II, cuya presencia es realmente abrumadora (90,6 %). Estas fueron realizadas obviamente tras la muerte del emperador, aspecto que no pocas veces dificulta establecer con precisión quién y cuándo ordenó su acuñación, si bien parece que se deben a Aureliano (Campo, Gurt, 1980: 132; Ripollés, 2002: 208), sin descartar que las primeras acuñaciones fueran ordenadas ya por Quintilo a pesar de lo fugaz de su reinado (Centeno, 1981-82: 123). Respecto a las copias de numismas de Tétrico I y II, se ha sugerido que fueron fabricados también en tiempos de Aureliano, después del 274, una vez que Tétrico II había hecho efectiva su rendición (Ripollés, 2002: 208).
A tenor de las monedas estudiadas este hallazgo se inserta en la misma tendencia observada en otros lugares como Baelo Claudia o Conimbriga, respecto a la preponderancia que tienen en Hispania las monedas acuñadas por emperadores afincados en la ciudad eterna, a pesar de que esta provincia se encontraba bajo el gobierno de los usurpadores galos (Vidal, 1983: 374-375), cuyas amonedaciones son realmente muy escasas en la Península Ibérica (Hiernard, 1987: 74).
En cuanto al tipo Divo Claudio cabe señalar su abundancia tanto en el sur peninsular como en el norte de África, por lo que no sería extraño que estas imitaciones hubiesen sido acuñadas en algún taller local o provincial cercano al Estrecho de Gibraltar (Blanco, 1986: 24). Aunque en algunas ocasiones son copias razonablemente buenas de los originales, muchas otras son grotescas, bastante más pequeñas que las emitidas de forma oficial y técnicamente presentan múltiples errores de acuñación.

4. FECHA Y POSIBLES CAUSAS DE LA OCULTACIÓN.
            Respecto al momento inicial de esta acumulación cabe tener en cuenta la no aparición de antoninianos emitidos por Galieno durante su reinado conjunto con Valeriano I (253-260), de manera que resultan ser las acuñaciones que aquel emprendió en solitario las que nos orientan en este sentido. Para ello, contamos con varias piezas correspondientes a la cuarta emisión de 266-267 junto a cuatro ejemplares que pertenecen a la serie del denominado “bestiario”, tres antílopes y un pegaso, dentro de la que fue quinta emisión de la ceca de Roma fechada entre los años 267-268.
En cuanto a la fecha de un ocultamiento, es bien sabido que ésta viene dada por la datación que proporciona la moneda más moderna (Martínez, 1995-97: 120), extremo que en nuestro caso viene dado por las imitaciones de Tétrico I y II, que la situarían en torno a 273-274 de nuestra Era (Martínez, 1995-97: 143; Ripollés, 2002: 208). En consecuencia estos años se convierten en una fecha post quem para datar este ocultamiento del Cortijo de Acevedo. Es preciso tener en consideración, además, que a partir del 280 comienza a reestablecerse el circuito económico con moneda acuñada en cecas oficiales, lo que marca el progresivo declive de estas imitaciones (Centeno, 1981-82: 125).
Sin embargo, no cabe descartar que esta datación pueda retrasarse algunos años más si tenemos en cuenta la posible existencia de períodos de amortización para este tipo de piezas. Ahora bien, dilucidar el período de tiempo que pudo transcurrir entre la fecha de emisión de una moneda y la del fin de su circulación es algo que se antoja harto difícil, pues si bien es cierto que suele aceptarse una media estimada que puede representar no menos de una década con posterioridad al 273/274 (Martínez, 1995-97: 143), no debemos olvidar que incluso se ha llegado a plantear que estos antoninianos pudieron estar en uso hasta tiempos de Constantino I, ya bien entrado el siglo IV (Hiernard, 1987: 75 y 77). Así mismo, estudios realizados sobre materiales localizados en secuencias estratigráficas de distintos yacimientos de la provincia Tarraconense han puesto de manifiesto que estas monedas pudieron estar en circulación durante un siglo, sobre todo en las zonas portuarias necesitadas de un constante abastecimiento monetario.
En consecuencia, es forzoso admitir que pudo transcurrir un período de tiempo bastante amplio entre la fecha de la emisión de estas monedas y la del ocultamiento, hecho que debe tenerse muy en cuenta al tratarse de una zona que se inserta en la circulación monetaria propia de la parte más occidental del Imperio (Blanco, 1986: 22). Todo lo expuesto nos obliga a admitir que estas piezas pudieron haberse enterrado tanto en los últimos años del siglo III como en las primeras décadas del IV, a pesar de no contar con numismas de esta última centuria en el conjunto que se ha conservado.
Por otra parte, hemos de recordar que dilucidar las causas que expliquen por qué se escondieron estas monedas es una cuestión realmente compleja que debemos insertar en los múltiples acontecimientos que marcaron esta azarosa centuria. Ello se complica aún más si tenemos en consideración, como muy acertadamente ha señalado J. Arce (1986: 130) para los tesorillos del siglo IV, que en la mayor parte de los casos éstos no se esconden a causa de invasiones bárbaras o contiendas civiles, sino que responden a motivaciones de índole personal que se nos escapan por completo, extremo que en esta ocasión se agudiza aún más dada la carencia de un contexto con el que asociarlas.
El corto período que abarcan estas emisiones, una veintena de años aproximadamente, hace que todas pudieran haber sido reunidas en vida de una sola persona que las habría ocultado con rapidez en las afueras de la villa. El problema radica en establecer qué hecho concreto pudo motivar este suceso. Si contemplamos los acontecimientos que tuvieron lugar en esa fecha post quem, el año 273/274 d. C., podríamos pensar en la segunda invasión bárbara que tuvo lugar tres años más tarde (González, Abascal, 1987: 194). Ahora bien, el dilema estriba en que aún no está del todo claro si realmente existió esta oleada de francos y alamanes. Así, aunque es posible citar defensores de la misma (Tovar, Blázquez, 1982, 139-140), otros autores señalan la carencia de datos al respecto en las fuentes literarias romanas, algo bastante inusual, así como la falta de datos arqueológicos fiables que corroboren tal cuestión, máxime si tenemos presente que en esas mismas fechas fueron harto frecuentes las revueltas de campesinos alzados en armas (Mangas, 1982, 132-133). Tampoco podemos decir que los tesorillos y depósitos monetarios parezcan avalar esta segunda invasión, ya que además del ocultamiento de Corredoura, apenas podemos mencionar el caso portugués de Borba, la casa 3 de Clunia, donde se excavó un estrato de ceniza con un derrumbe encima, el de Sierra Pitillos (Martínez, 1995-97: 143), o el de la calle Arco de la Cárcel en León (Martínez, 2000-2001: 305).
En consecuencia, parece que debemos desechar la hipótesis invasionista si nos referimos a la supuesta segunda invasión bárbara, por lo que tal vez debamos pensar, con todas las cautelas posibles, en algún hecho violento relacionado con bandidos, revueltas de campesinos o similares que habría acontecido en este territorio.

5. CONCLUSIONES.
            El estudio de estas monedas nos permite dar a conocer un hallazgo, o al menos parte de él, que abarca desde el año 260 hasta el 273/274, es decir, desde el reinado en solitario de Galieno hasta el final de los usurpadores gálicos Tétrico I y II, lo que viene a significar que éstas fueron acumuladas en el curso de menos de un par de décadas, extremo que nos induce a pensar que fueron reunidas por una sola persona a lo largo de una parte de su vida.
Sin embargo, y dado el largo período de amortización que pueden llegar a tener estas piezas, es necesario ser muy prudentes a la hora de estimar la fecha de su ocultación, ya que ésta podría estar comprendida desde el último cuarto del siglo III d. C. hasta comienzos del siglo IV cuando menos. Sea como fuere, no se trata de una tesaurización sino de un ocultamiento de piezas de bajo valor intrínseco, antoninianos de cobre o bronce, lo que nos hace considerar la posibilidad de que respondan a algún acontecimiento rápido y violento, acontecimiento que creemos pudo estar motivado más por la inestabilidad entonces reinante en el Imperio que por alguna invasión germánica.
También sabemos que este ocultamiento se llevó a cabo en un lugar a priori idóneo para pasar inadvertido, como es junto o en el mismo cementerio de la villa, emplazamiento que se mostró sumamente eficaz por cuanto no fue hallado en su momento, lo que nos indica también que la persona que lo depositó no volvió nunca a por él. Aun cuando en las excavaciones practicadas en el yacimiento no se ha detectado hasta el presente señal alguna de incendio o destrucción intencionada del yacimiento, es preciso tener presente que no ha sido excavado ningún nivel que podamos adscribir al siglo III a. C., lo que nos priva de poder disponer de una información vital en este sentido. Y ello a pesar de que sabemos por los resultados obtenidos en las intervenciones realizadas que la villa continuó su existencia hasta varios siglos más tarde, por lo que cabe deducir que el acontecimiento que motivó este ocultamiento no provocó su total destrucción, o cuando menos ésta fue reconstruida con cierta rapidez.
            La composición del ocultamiento se ajusta bastante bien a lo que podemos apreciar en la circulación monetaria del momento, tanto si nos referimos a sus tipos monetarios como a lo reducido de sus pesos y tamaños. Queda clara su inserción en un ámbito como es la zona del Estrecho de Gibraltar, zona en la que no parece que dicha circulación hubiese experimentado un serio retroceso a pesar de las constantes devaluaciones y problemas monetarios por los que atravesaba el Imperio, algo que no parece avalar la existencia de un acusado período de crisis para la economía de estos territorios, al igual que se ha sugerido para la Tarraconense.
Es interesante constatar que durante el reinado de Galieno y Quintilo el numerario localizado en este punto de la Bética procede de cecas localizadas fuera de la Península Ibérica, en particular Roma, lo que evidencia la fuerte dependencia que existía respecto a las emisiones oficiales. Sin embargo, tras la muerte de Claudio II el abastecimiento de moneda parece responder a otras circunstancias pues nos hallamos ahora ante el predominio de una serie de imitaciones locales o, a lo sumo, provinciales, que seguirán en circulación incluso una vez desaparecido el Imperio galo.

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